James Rhodes, Gijón Sound Festival. Teatro de la Laboral, viernes 26 de noviembre de 2021.
Hay muchos motivos para aplaudir al pianista británico, recientemente nacionalizado español, James Rhodes. El motivo más importante por el que se merece todo el respeto del mundo es su valor para salir del infierno en el que ha vivido y haber contado al detalle sus intimidades en el libro autobiográfico “Instrumental”, convirtiéndose así en un referente para tanta gente que ha sufrido abusos sexuales a lo largo de su infancia. Un diez. Otro motivo que aplaudo es que rompa la rigidez de las “normas” estéticas y los protocolos que se han ido estableciendo en los recitales de música clásica a lo largo del último siglo, más concretamente a partir de la llegada de Hitler al poder. Me gusta que se vista con sudadera y vaqueros o que haya libertad para aplaudir entre movimiento y movimiento de la misma obra. Por qué no, si te ha gustado. Aplaudo que, bien sea por el morbo que suscita su historia o por otros motivos, haya conseguido acercar la música clásica a un público ajeno a los auditorios. También me parece genial que se comunique con el público en los recitales, que explique cosas de las obras que interpreta e incluso que diga tacos como “Beethoven es el puto amo” o “no hay sitio más bonito en todo el puto mundo que Asturias”, porque en las dos afirmaciones tiene razón y porque así se habla en la calle. Ahora bien, a nivel interpretativo tiene muchísimas limitaciones técnicas y es muy osado al escoger un repertorio tan ambicioso.
Comenzó tocando una
versión libre del “Preludio en Mi bemol” de J.S. Bach, con una interpretación
pausada y más cercana al minimalismo que encaja con su nivel técnico, pero nada
que ver con el concepto de Bach. Y después de exhibir sus dotes de buen
comunicador, abordó la “Sonata para piano nº 27” de Beethoven para rendirle
homenaje en el 250 aniversario de su nacimiento, que se cumplió el año pasado.
La dura infancia del genio de Bonn, con un padre borracho y maltratador, guarda
cierto paralelismo con la infancia de Rhodes y la música fue el refugio de
ambos, pero hasta ahí las similitudes. Beethoven, entre otras muchas cosas, fue
un compositor que se caracteriza por su minuciosidad a la hora de detallar
matices sobre cómo tenían que sonar sus obras. Y Rhodes no cumplía ni una.
Además de los zarpazos que se le escapaban no había líneas claras en las
melodías, los acordes atronaban con torpeza y las dinámicas estaban fuera de
lugar.
Llegó el turno de Brahms, primero con la “Rapsodia en Sol menor, Op. 79” y después con el “Intermezzo en Mi bemol”. Y no sé cuál de las dos tocó peor. La mano izquierda de la Rapsodia iba lenta y torpe y los pasajes más oscuros y rápidos sonaban confusos, con un abuso de pedal de sustain que lo ensuciaba todo. El “Intermezzo” languidecía y aburría a las piedras.
Para finalizar, de
nuevo Beethoven y la gran “Sonata en Do mayor Op. 53”, conocida como
“Waldstein”, la cual destrozó totalmente. Atropellada como caballo desbocado y
sin vida, parecía un bailarín afectado por el síndrome de Tourette. En fin, fue horrible y ni siquiera se
salvaron sus dos bises.
Tampoco se trata de
pedir que toque las sonatas de Beethoven como lo haría Barenboim o Valentina
Lisitsa, más bien es una cuestión de humildad y coherencia con las
posibilidades de cada uno, y si no se puede hacer un triple salto mortal hay
que conformarse con rodar con fluidez y hacer alguna pirueta de vez en cuando.
En definitiva, si aparcara tanta osadía y escogiera un repertorio más acorde
con sus capacidades le haría un gran favor al público.
Crítica publicada en La Nueva España