Foto: Angel González. La Nueva España
Concierto de Fangoria, Festival Metrópoli. Sábado 8 de julio.
- “Cari”, has de hablar con el “repre” para que nos consiga diez o doce
bolos de esos que están bien pagados, porque esta mañana he visto en una
revista un hotelazo en Dubai con unas vistas impresionantes para irnos de
vacaciones.
-Pero “Olvi”, ¿no prefieres ir a otra ciudad más underground y perdernos
por los suburbios para empaparnos de las alternativas culturales que se cuecen?
- No, yo ahora estoy en otra “Movida”.
Podría ser perfectamente una conversación mantenida entre Alaska y Mario
Vaquerizo en momentos previos a la última gira. O a la gira de hace un par de
años. O quizás de una década atrás. Más o menos el tiempo que hace que
Fangoria no presenta nada nuevo.
¿Qué fue de aquella Alaska de corta y rasga, transgresora y capitana de
varias generaciones en los ochenta y en los noventa? No sabía bailar y tampoco
sabía cantar pero la adorábamos. Se subía a un escenario y arrasaba, nos
impactaba su vestuario, sus pelos y sus comentarios en revistas o en
televisión. Nos incitaba, siempre con sutileza, a arremeter con cortes de manga
contra las posturas machistas y contra todo lo relacionado con el
establishment. Esa era nuestra Alaska.
Llegó a Metrópoli para presentar su último álbum “Canciones para robots
románticos”. Tiró de viejos éxitos como “Rey del Glam”, “Ni tu ni nadie”,
por supuestísimo “A quién le importa” o “Bailando”, y disparó uno tras otro
gran parte de los temas “nuevos”. Pero nuevo de verdad no hay nada. Algún
título prometía, como “Fiesta en el infierno” o “Manual de decoración para
personas abandonadas” y la promesa se queda sólo en el título porque las letras
están vacías de contenido. Respecto al sonido, lo de siempre: ritmos
machacones en compases binarios o tirando del cansino dubstep, estructuras
repetitivas hasta la saciedad, sonidos de sintetizador noventeros y recubiertos
de potentes distorsiones para subir la adrenalina, la voz milimétricamente
doblada por Rafa Spunky y la puesta en escena sosa y trasnochada. Lo más
“transgresor” (por llamarlo de alguna forma) es cuando se toca sus pechos
mientras entona “No sé qué me das”. A estas alturas de la película.
El otro cincuenta por ciento de Fangoria, el señor Nacho Canut, en su
línea: parapetado entre sintetizadores sin pestañear y sin mover ni un solo
dedo. Para qué, si está grabada hasta la más ínfima nota y allí no toca nadie.
Lo mejor de la noche los bailarines, que se ganaron el sueldo a base de
volteretas y contorsiones para animar un poco la hierática puesta en escena.
Camino de la salida, a paso de tortuga por la gran multitud presente,
un par de veinteañeras comentaban y definían perfectamente lo acontecido, -
“¡Ay Mari, me lo pasé superbien, canté y bailé mucho muchísimo! ¿Nos
comemos una hamburguesa?”-. Y punto pelota con el tema, porque el
concierto de Fangoria no deja poso para más comentarios. Una vez concluido
se olvida, como se olvida el sabor de las hamburguesas de un “Mcburguer” de
esos, te sacian cuando tienes mucha hambre y a otra cosa mariposa. Y es que Fangoria está nada más que para hacer caja.
Crítica de Mar Norlander para La Nueva España
No hay comentarios:
Publicar un comentario